Vivian Gornick II (trabajo digital, México 2017, sin firma) |
“Entonces nos sentamos juntas, en silencio, sin implicarnos
la una con la otra, solo dos mujeres que escrutan la oscuridad de toda esa vida
perdida. Mi madre no parece ni joven, ni vieja, solo profundamente absorta por
lo terrible de lo que ve ante sí. Y yo no sé qué soy a sus ojos”.
Vivian Gornick rondaba los 50 años cuando, en 1986,
publicó Apegos feroces, libro que
debió esperar tres décadas para tener su primera traducción al español (en la
edición de la editorial española Sexto Piso). Mientras tanto, la voz de esta
escritora, crítica y feminista norteamericana no perdió un ápice de intensidad.
La misma que se percibe al leer, hoy, un texto que hace del vínculo entre una
madre y una hija el vértice desde el cual se habla de muchas otras cosas: de
los difíciles lazos entre hombres y mujeres, de las tramas que unen a las
mujeres entre sí, de las distancias –a veces, desgarradoras- que la
educación y el ascenso social pueden
establecer entre dos generaciones. Del sexo. Del deseo. Del vago recuerdo de
barrios que alguna vez fueron de obreros e inmigrantes. Del arduo trabajo de la
escritura. Del sentido de ser mujer en un mundo construido para otros. Y, otra
vez, de la zona de tensión abismal, amor lacerante y asfixia que anuda,
inevitablemente, a dos mujeres: una, madre; otra, hija.
Apegos
feroces es la novela de una autora que repetidas veces se declaró incapaz
de escribir ficción. La escritura de Gornick es autorreferencial, límpida,
directa, de ritmo preciso y, por
momentos, aguda como un bisturí. A partir de un ritual sostenido durante años
–los paseos junto a su madre a lo largo de las calles de Manhattan-, la autora traza
su recorrido vital desde la barriada obrera del Bronx donde nació hasta la
universidad, el periodismo y la adscripción al feminismo. El contrapunto entre
pasado y presente, reflexiones y relato, es constante. “Dos mujeres con
inhibiciones sorprendentemente similares unidas en virtud de haber vivido una
dentro de la esfera de la otra casi la totalidad de nuestras vidas”, dirá de sí
misma y de su madre. Y convertirá en materia textual las discusiones
–continuas, airadas, empeñadas en la mutua exasperación, incluso abiertamente
violentas- que, a lo largo de la vida y
durante los metódicos paseos por la ciudad, siempre las enlazaron y destrozaron
por igual.
Órbitas
femeninas
Gornick con su madre |
Cuando Apegos
feroces conoció la luz, la madre de Gornick era una octogenaria lúcida e
intensa. No solo leyó el libro donde es descripta de manera descarnada (y donde
se ventila más de un aspecto ligado a la intimidad de su hija), sino que se
enfureció y confirmó sus continuas denuncias de que Vivian, en realidad,
siempre la había odiado. Pero también supo enorgullecerse del nombre estampado
en la tapa de ese libro, y reconocer que, al fin y al cabo, era un buen
producto. Y hasta terminó firmando –ella– el libro de su hija a lectores
entusiastas que la reconocían por la calle y le solicitaban –a ella, gran
protagonista del texto–, que por favor les concediera un autógrafo. “Me ayudó
saber que no escribía para despedazarla, acusarla o convertirme en una víctima
–comentó la escritora en una entrevista con El
País-. Narraba verdades duras, pero sabía que le iba a dar todo lo que ella
tenía, su sabiduría, calidez, y también lo que estaba mal”.
Porque, efectivamente, la madre emerge como un ser
temible, pero también fascinante; una entidad devastadora y, asimismo,
entrañable.
El universo que en Apegos feroces describe la infancia de Gornick es básicamente
femenino. Hay un padre que muere tempranamente (cuando la autora tenía 13
años), un hermano que casi no se menciona; y vecinas, muchas, dando vida a un
modesto edificio habitado por familias de inmigrantes judíos en una de las zonas
más humildes de la Nueva York de posguerra. En esa constelación brillarán dos
estrellas falsamente complementarias. La madre, enérgica y dominante,
concentrada en el dolor de una viudez que se constituirá en epicentro de su
personalidad; y Nettie, también viuda –vecina y protegida de los Gornick– que
hará de la sexualidad un espacio de liberación quizás desesperado, seguramente arrollador.
El tránsito hacia la madurez de la pequeña Vivian es el relato de la oscilación
intermitente entre esas dos mujeres; las idas y vueltas entre la calidez
sensual de la pelirroja Nettie y la severidad orgullosa de la madre. Luego,
vendrán los hombres: compañeros de estudios, un marido, dos amantes. Hasta
llegar a la difícil, accidentada y ardua confirmación de que, si alguna vez
existió el Paraíso, no estuvo ni en los relatos empecinadamente románticos de
la madre, ni en el erotismo hambriento de Nettie. La certeza que atraviesa el
libro, más bien, es que hay un desencuentro fundante en los lazos que las
personas arman entre sí. Y que ese desencuentro no cede siquiera en el momento
más hechizante del enamoramiento. Ni por asomo.
“A estas alturas, no soy un personaje de un relato
de Doris Lessing, soy un relato de
Doris Lessing –se describe la autora- (…). Una mujer moderna condenada a saber
que la experiencia del amor se volverá a reproducir repetidamente a una escala
cada vez menor, pero siempre con un complemento íntegro de fiebre y náusea,
intensidad y negación”.
Gornick |
A contramano de lo que, según su visión, habría
sido uno de los mitos más engañosos de nuestra cultura, la autora de Apegos feroces nos dice que no es el
amor sino el trabajo lo que da sentido a la vida de los seres humanos, hombres
y mujeres. Nos lo dice desde un texto que es una continua inmersión en lo
irrevocable del amor. Inmersión, por otra parte, extrañamente racional y en
carne viva, todo a la vez.
“Yo crecí con esa premisa de que el amor redime,
que completa la vida de una fémina… cuando en realidad ese mensaje del amor encarcela
tu mente, tu espíritu y hasta tus ganas de trabajar: es un enemigo económico de
las trabajadoras –comentó en una entrevista reciente-. Una de las premisas de la cultura feminista es que no puedes
basar tu identidad en el amor; Freud decía que la vida es trabajo y después,
amor… en ese orden; las mujeres hemos de tener nuestra propia experiencia y
primero es esa experiencia, y luego la del amor”.
Destino
singular
La mujer cuya construcción relata Apegos feroces es alguien que se hace a
sí misma a través del estudio, la lectura, la tenacidad: una habitante del
mundo que, a mediados del siglo XX, creyó en el ascenso social a través de la
educación de los hijos de la clase obrera. También alguien que participó de la
emergencia de la Segundad Ola Feminista (de la que fue una entusiasta
participante, a través de artículos en el Village
Voice y, luego, en The New York Times
y The Nation). Una mujer que, al
rememorar sus tiempos de veinteañera casada, recuerda la fatal torpeza doméstica
y el momento en que, a poco de iniciada la vida conyugal, supo que todo iba en
dirección al fracaso: “Fue en la cocina –escribe- donde empecé a comprender el
significado de la palabra ‘esposa’”.
Algunos años después de publicar Apegos feroces, Gornick escribió La mujer singular y la ciudad. Aquí
retoma el relato autorreferencial y el disparador de los paseos a través del
paisaje neoyorquino (solo que, en lugar de la madre, será un amigo quien la
acompañe en esos circuitos). La idea de “mujer singular” ya aparece en Apegos feroces; la autora la toma de The odd women, novela escrita por
George Gissing en 1893 que hablaba del papel de las mujeres en la sociedad y de
los primeros movimientos feministas. Las mujeres “singulares” (o “raras”) eran
las que, en una Inglaterra victoriana donde había muchas más mujeres que
hombres, se quedaban sin pareja. Una mujer “singular”, entonces, era aquella
que no se casaba ni tenía hijos. Gornick decide convertir en elección lo que en
algún momento fue considerado tragedia o desgracia; ella elige, a conciencia,
ser una odd woman y hacer del
trabajo, la escritura y las lecturas aquello que dé sentido a su vida. “Me veo
dentro de un continuo de ese asombroso esfuerzo que se ha prolongado doscientos
años”, escribía, respecto del legado de las “mujeres singulares” y el feminismo,
en Apegos feroces. En mayo de este
año, de visita en Madrid (donde participó del Festival Primera Persona), con la
energía inalterable y la edad que tenía su madre en los tiempos de aquella
novela crucial, aseguró: “En una revolución, esperas que se produzca un cambio
político, pero no es instantáneo. Tardé al menos 40 años en ver que es muy, muy
lento. Hablamos de un cambio en los hábitos emocionales, y se tarda miles de años
en conseguirlo, en rehacernos como seres humanos, de adentro afuera. En eso
consiste el feminismo. Como la lucha del racismo: que los blancos vean a los
negros como ellos. Va a ser interminable. Y es lo que pasa con las mujeres y
los hombres: debemos vernos reflejados en el otro como seres humanos. Los hombres
deberían vernos como criaturas humanas, no como instrumentos”.