Hoy hace 100 años (y 4 meses)

Por Sebastián Spreng

La señorita Rossler, 1938
Este año se conmemoran los centenarios de Ingmar Bergman, Lenny Bernstein, Birgit Nilsson... Y sin proponérmelo caigo en la cuenta de que también debo celebrar uno un tanto más doméstico y mucho más cercano: el de mi madre, que a diferencia de la sueca, acabó en improvisada valquiria por obligación.

Ella se ufanaba de haber nacido el año que acabó la Primera Guerra Mundial, dándose corte con que, como broche de oro, esa fecha del mismo mes había tenido lugar “El Día D”. Adorno que obviamente pudo agregar recién 26 años después de nacida. Parafraseando a su amigo poeta José Pedroni: “No fue un día cualquiera… alabado sea”, ya que este 6 de junio Haydée Rossler hubiese cumplido los cien.

Para este centenario, no se me ocurre mejor homenaje que evocarla mediante las pocas anécdotas que recuerdo de las cientos anotadas en aquel cuaderno que sucumbió a la inundación de nuestro sótano, a fines del '60. Con tinta verde, en papel cuadriculado – odiaba los renglones –, ella venía anotando sobre sus tiempos de maestra; sus andanzas, aventuras y desventuras como flamante egresada del magisterio, típica maestra normal argentina convertida en atípica maestra rural en la pampa santafesina recorrida en tren, bicicleta, moto, auto, sulky: cualquier medio de locomoción disponible con tal de llegar a clase y regresar a la casa paterna en la “urbe” de Esperanza, donde la aguardaban sus hermanos a la espera de la anécdota del día. Corría 1938, en Argentina el horror de lo que vendría -y del cual esta nieta de alemanes zafó por obra y gracia de la ubicación geográfica- quedaba demasiado lejos.

Unas pocas anécdotas de las que hoy, antes de que sea tarde, me apresuro a dejar constancia. Mamá soñó con publicarlas, sueño que se avivó cuando el maestro uruguayo José María Firpo dio a conocer bajo la forma de libro su genial ¡Qué porquería es el glóbulo! Pero que acabó pasado por agua y sin consuelo para ella por causa de la funesta inundación marplatense.

Afortunadamente, también las contaba, ¡y cómo! “Haydée, contáme de nuevo aquella de…”, pedía China y mamá se entusiasmaba. Finalizado el relato, la Zorrilla sentenciaba al público de dos, cuatro o los que fueran, no importaba cuántos: “¡Y qué bien lo cuenta!”. En vista de la aprobación de semejante clienta, mamá sentía que había ganado el Oscar.

Pero a los 20, sus dotes declamatorias eran todavía relativas. Y así fue que después de aterrorizar a la clase con la oda al libertador, Nido de cóndores de Olegario Andrade –¡Enjambre de recuerdos punzadores! ¡Pasaban en tropel por su memoria! ¡¡Recuerdos de otro tiempo de esplendores!!–, vio cómo dos alumnos discutían durante el recreo. Al divisarla,  uno de ellos le pidió muy circunspecto a la maestra recitadora que dirimiera la siguiente cuestión: “Señorita, ¿no es cierto que San Martín era un cóndor?”.

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Haydée Rossler y su hijo Sebastián
De todos los alumnos devenidos personajes, ninguno como el Toto Galopín, pecoso pelirrojo de familia de colonos piamonteses, de Nuevo Torino, uno de los pueblos del derrotero escolar de “la señorita Rossler”, al que se sumaban Humboldt, Pilar, Grütly y algún otro que se pierde en imágenes como salidas del sepia de Luna de Papel de Bogdanovich. Mamá se ocupó de hacer del Toto su actor principal, y no era para menos. Al comenzar el primer día de clase en la fila de bancos de primer grado (en el aula única de las escuelas rurales cada fila correspondía a un grado y estas maestras pioneras del multitasking se las ingeniaban para atender a todos al mismo tiempo, acorde al correspondiente nivel), nuestro héroe de 6 años lanzó un reverendo esputo al que siguió este diálogo, un clásico de mamá imitando el particular acento del niño:

-Toto, ¿qué te pasa?
-E….maistra, sstranio el ssigarissho… 
-Pero Toto…. ¿vos fumás?
-E….un pocco

Perpleja y alarmada llamó al padre que le explicó “Señorita, los chicos deben fumar porque un poco de humo es lo más mejor para matar los microbeos”. Viendo que no había nada que hacer por ese lado se erigió en samaritana salvadora de los pulmones de Toto:

“Toto, ¿ves este dibujo? Sos vos por adentro. Sos muy tiernito y si metés humo por aquí los vas a perforar. Así que a partir de hoy no vas a fumar más, ¿entendido?”. Toto la miraba fijo no muy convencido… “Y además, todas las mañanas te voy a oler la boca y pobre de vos, ¿me entendiste?, ¡pobre de vos con que huelas a tabaco!”. Toto asintió frente a las amenazas políticamente incorrectas de la señorita maestra retirándose obediente y en silencio.

Cada mañana la señorita Rossler registraba el aliento de Toto: impecable, impoluto, fresco, delicioso. Semanas después, mientras almorzaba en la rectoría, oyó por la ventana lo que Toto llegando a la escuela montado en su yegüita, muerto de risa, contaba a sus compañeros: “La maistra cree que no fumo, pero yo…yo… ¡¡la JODO a la maistra!!!… Má si, yo fumo e despué masstico la ojaderuda” (la picante hoja de ruda macho). Demás está decir que el hecho de sentirse “jodida” por el Toto, acabó de conquistar su corazón.

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Llegando tarde a clase, un día vio a Toto cabizbajo y meditabundo en la puerta de la escuela. “Toto, ¿qué te pasa?”. La respuesta fue lacónica y rotunda “E….cagó el nono”. Brutal capacidad de síntesis para decir que había muerto su abuelo. Casi como su innegable rapidez en matemáticas. Pero la pobre maestra no lograba que Todo escribiera una sola suma, resta, multiplicación o división.
-Es corenta (40).
 -Sí Toto, muy bien, dejame atender a los demás, anotalo en el cuaderno.
-¿Y para qué si es corenta?
-Porque es mejor anotarlo, así no te olvidas.
-No, es corenta, no me voy a olvidar.

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Madre e hijo
¡Clase de geografía e historia! La redondez del planeta y el descubrimiento de América y mamá trayendo globo terráqueo, manzana, vela (el sol) en un show improvisado para darles una idea del asunto. El primer problema surgió cuando la madre de un alumno le mandó decir “que dejara de enseñar mentiras, la Tierra es cuadrada”. El inefable Toto no podía faltar ni dejar de salirse con la suya y en su composición sobre el viaje del navegante Cristóbal escribió, textual: “Colón salió a dar una vuelta para ver si la Tierra era redonda. Camina, DALE, camina, la tierra es cuadrada”.

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¡Clase de zoología! Con un títere en una mano, a los más chiquitos les daba datos para adivinar algún animal – “Tengo cuatro patas, como pasto, tomo leche", y así por el estilo-. La composición donde los niños debían contar de qué animal se trataba llevaba por título “¿Adivina quién soy?”. Esta fue la respuesta del Toto desglosada, poesía concreta se llamaría hoy….

“¿Soy la liebre?
¡No!
¿Soy la perdiz?
!No!
¿Soy la yegua?
¡No!
¿Soy el carancho?
¡No!
¿Quién soy?
Sonsa (sic) ¡No endivinaste! ¡Soy la perdiz!”

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Llegó el invierno y en clase de higiene la señorita Rossler explicaba cómo prepararse un baño de agua caliente, hasta esas cosas había que enseñar en aquel entonces. Sentadito en el primer banco, Toto la miraba fascinado como quien mira un ser de otro planeta; de hecho, lo era. De pronto se dio vuelta y rugió a la clase “¡La maistra se baña en el invierno!”. El coro de carcajadas la dejó  estupefacta. “Este…. pero… Toto, ¿no te bañas en invierno?”. “Noooo… ¿Y para qué?“. La mundana maestra respondió “Sin embargo se te ve muy limpito”. A lo que el Toto asestó: “E…es que ¡yo me paso un trrrrrapito!… mire maistra, una vez mi hermana la Telma se lavó la cabeza en el invierno e se enfermó: ¡ahora no se lava más!”.

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Entre el trapito, la hoja de ruda, ser tachada de zonza, la tierra chata y el humo para los microbios, la señorita Rossler entró en etapa de resignación automática, que se hizo borrachera cuando tuvo que censar cada granja y chacra respetando escrupulosamente la directiva del inspector de censos: “Señoritas maestras, sepan que son la visita del año. Acepten lo que les ofrecen en cada casa”. Como la obligación resultó en aceptar una “copita de licor” en cada casa, al llegar a la vigésima se quedó dormida en el sulky que la llevaba. Nunca se sabrá cuántos quedaron fuera del censo.

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En uno de esos pueblitos,  una vez asistió a un remate. Entre los objetos a rematar, un bidet. El rematador a los cuatro vientos ofrecía “Y ahora vamos a rematar esta….esta…. ¡esta bañaderita con forma de guitara!”

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Haydée y Spreng
Como cierre, mi anécdota favorita: Los Pérez, únicos hermanitos morochos en ese mar de pelos rubios y zanahorias. Discriminados por no ser “oiropeos” o suficientemente “claros”, no pertenecían, no eran partícipes de juegos, ni de golosinas. Agazapados en un rincón del patio durante el recreo, calladitos, bien portados, los Pérez soportaban con santa resignación.

Un día Los Pérez faltaron. Y otro día, y otro más…. Pasó una semana hasta que volvieron a aparecer en el carrito tirado por caballos que los depositaba en clase. Mamá adoraba contar la escena en el patio, durante el recreo, que ella presenció desde la rectoría, digna del Amarcord de Fellini: “Y así fue que los pobres Pérez quedaron rodeados, cercados por un horda de piamonteses amenazantes… Entonces, uno se adelantó altivo y preguntó: PERE… PERQUÉ FALTASSTESS?… Y uno de los dos “Pere” musitó: “Porque mi papá mató de diez puñaladas a mi tío”. Todos al mismo tiempo, los tanitos dieron violento salto hacia atrás, como con un resorte, y a partir de ese momento... los Pérez pasaron a ser las estrellas de la escuela, los primeros convidados con golosinas e invitados a todo… PERE, QUERÉ JUGAR?… PERE, QUERE UNA MASITA?… PERE, PROBÁ ESTO CARAMELOS TE VAN GUSTAR!”.

Como epílogo a cada performance, mamá remataba con aquel colono que no iba a misa: “¿Para qué voy a ir? ¿Para que el cura me diga que voy a ir al infierno?… Mire maistra, si yo que no soy muy bueno que digamos sería incapaz de meter a mi vecino en el horno, ¿cómo es que Dios que es el más bueno me va a meter en un horno por no ir a la iglesia?”. 

Al igual que a Toto con la aritmética, era imposible no darle la razón.