Victoria es triunfo y también es su nombre.
Nació en 1951 en “un pueblo” que todavía hoy - época
en la que haciendo click se pueden
resolver varias cosas a la vez – la calle es de tierra y no hay cloacas.
Hija mayor de Alfredo, hombre de campo con poco y
nada de actitud paternal, y de Olga, una adelantada al momento que le tocó
vivir y que, en medio de un contexto hostil, hizo lo mejor que pudo.
Quizá este relato sea una ficción, porque Victoria
antes de mi llegada es lo que imagino a partir de lo poco que sé.
Está rodeada de animales y de tías amorosas, corre
descalza por las calles de tierra “jugando como un varón”. Arma estrategias de
supervivencia emocional en medio de una realidad que le queda chica.
Victoria tiene una visión crítica del mundo y una
curiosidad que de alguna manera deberá desarrollar a futuro, aun cuando todo
está configurado para que no aspire a mucho más que casarse y tener hijos.
Es un espíritu libre en un hábitat que le sienta
bien. La inmensidad verde del campo llano y despoblado. El cielo abierto. El
sol aplastando calles y casas en su recorrido. La flora y la fauna. La leche
recién ordeñada y los pájaros.
Me gusta pensarla como una niña feliz, a pesar de
todas las carencias. Una niña rebelde y feliz.
Las circunstancias hicieron que Victoria y su mamá tuvieran
que viajar solas a Buenos Aires - prescindiendo de padre y de hermano- cuando
recién terminaba la escuela primaria.
Me cuesta imaginar cómo fue ese impacto. En
contraposición a la calma de un ritmo pausado, la ciudad enorme llena de gente
y de ruido, un cambio abrupto y sin anestesia. La realidad dando un manotazo en
su cotidiano sin demasiada explicación.
Por aquel
entonces, nadie explicaba mucho nada. Las cosas simplemente pasaban y había que
adaptarse sin abrazos ni contención.
El primer día de clase, Olga subió a su hija a un transporte público con un papel que
tenía anotada una dirección. Le explicó dónde debía bajar para ir a la escuela,
la saludó y se fue a trabajar. Cuando escuché esta historia por primera vez sentí
terror, pero fue un terror en nada comparable con el que posiblemente
experimentó Victoria durante todo el viaje. La imagino sobreponiéndose a ese
trayecto, llegando a una escuela desconocida, andando el camino que le tocó en
suerte a pura intuición.
No sé mucho más sobre aquellos días. Solo puedo
decir que creció y se volvió una estudiante universitaria. Que trabajó mucho
por aquel entonces además de estudiar. Sé que quería ser psicóloga, pero los
años setenta truncaron ese proyecto. Sé que tuvo que quemar sus libros y
también sé que quedó embarazada de su primer hijo.
Aquí hago un salto en el tiempo y aparezco yo. Tengo
infinidad de recuerdos y en todos estamos juntas: el día que me descompuse en
sus brazos entre una multitud de gente cuando asumió Alfonsín. La primera vez
que oí hablar acerca de los desaparecidos en una marcha de la que solo recuerdo
unos “muñecos gigantes”. Los paseos por la calle Corrientes entrando a todas y
cada una de las librerías. Nuestros recorridos en la línea D que solo llegaba a
Plaza Italia. Leda Valladares en el Teatro Cervantes. Dirty Dancing en el cine continuado junto a Robocop. El interior de
Alicia en parque Las Heras, esa muñeca gigante que te invitaba a conocer el
cuerpo humano por dentro. Las clases de natación en el parque Sarmiento. Una
biblioteca llena de libros en el living, los casetes de Juan Carlos Baglietto, Sui
Generis y Serrat, la radio encendida a toda hora. Las charlas compartidas sobre
mis primeras lecturas. Las clases de danza y de inglés.
Tuve una infancia feliz gracias a Victoria.
Cuando se separó salió a trabajar de lo que pudo. Fueron
muchas horas en trabajos de mierda. Recuerdo el día que nos preparó el mate
cocido y luego reutilizó esa yerba para su mate. Yo era muy chica pero me di
cuenta del esfuerzo que estaba costándole su separación. Nunca sentí que me
faltara realmente algo. Sin embargo, creo que a ella sí le faltaron algunas
cosas.
Vinieron años tristes que todavía hoy me cuesta
evocar. Pero no voy a detenerme en eso porque no le haría justicia a una vida
en la que gocé de muchos privilegios. Nos sobrepusimos. Solo voy a decir que Victoria
fue la persona más valiente del mundo.
El día que le conté que quería estudiar para ser
actriz, Victoria me dijo que fuera lo que quisiera ser, que en cualquier caso
me acompañaría. Y así lo hizo. No solo desde el punto de vista físico, lo hizo
moralmente. Esto es parte fundamental de lo que soy en la actualidad. Ella me enseñó
a tener ideales y a defenderlos.
Me volví adulta, independiente, profesional. Soy
madre de un hijo. Crecí en varios sentidos. Muchas de las vivencias del pasado
hoy se resignifican en mí y me hacen tomar todavía más conciencia acerca de lo
que Victoria es como persona. Una persona tan inmensa que me cuesta contarla.
Casi con nada, ella desarrolló en su interior una fuente inagotable de
recursos.
Hace algún tiempo a Victoria le diagnosticaron una
enfermedad. Como le pasa a tanta gente, Victoria un día se enfermó. Venciendo
todos los estigmas y derribando todos los mitos recibió su diagnóstico con
relativa calma y, como no podía ser de otro modo en ella, con ánimos de ir
hacia la solución.
El día que comenzó su tratamiento, mientras
esperábamos al enfermero, yo sentía que me desmoronaba por dentro. Tenía mucho
miedo. Por fuera me mantenía estoica porque sabía que no era momento de
protagonizar nada. Victoria sonreía sentada en la camilla, y con una
tranquilidad arrolladora, me dijo: “Estoy llena de esperanza”. En ese mismo
momento sentí cómo todo de pronto se iluminaba y una vez más fui su alumna en
este camino que es vivir. Jamás voy a olvidar ese aprendizaje.
Ya pasó un buen tiempo desde aquel día. Victoria
cursa hace algunos años otra carrera universitaria. Cuando nos queramos acordar,
vamos a estar brindando por su licenciatura. Realiza sus prácticas sociales, va
a clase, estudia, sale con amigas, y como siempre me acompaña.
Desde noviembre de 1978 es la primera persona a la
que recurro cuando necesito amor y también es la persona que siempre me lo da
sin excepción.
Victoria es triunfo y es mi mamá.